Vivimos en un sistema que admite errores sólo cuando solucionarlos depende exclusivamente de él. Vivimos en un sistema y en él funcionamos, a excepción de cuando hacemos Arte. Siempre soñé con un mundo que no tema equivocarse, nunca con un mundo que ostente la razón.
En un momento histórico que privilegia la aparición de novedosos dispositivos la gente, cómodamente, se ha acostumbrado a asimilar las ideas que otros piensan por ellos, cuando en realidad el pensamiento debe ser más nuevo que la novedad.
Quienes están confiados en formar parte de una gran audiencia, creen en la asimilación de los medios tecnológicos como única manera de no quedarse atrás, ignorando que esa conducta es el peor modo de avanzar, atrasando la invención de nuestro próximo fuego.
Todo error nos perturba porque derrumba la certeza de nuestros siglos de conocimiento, pero
cada vez que nos equivocamos una parte de nosotros suele darnos la razón.
Hay una microscópica revolución ahí, en la defensa de nuestra única jurisdicción: pensar.
Se encuentra en el error una combinación de probabilidades que eluden la función y ésa es una característica que comparte con el Arte, cuyo valor residual consiste en no ser útil, en su carencia de fines prácticos.
El error irrumpe. Los objetos fallan a propósito, obligándonos a contemplar su inherente naturaleza creativa. La finalidad última de todo objeto es fallar porque al hacerlo se convierte en algo más completo: el resultado de lo que esperamos y de lo inesperado. Es un objeto otro, con nuevos rasgos, que transitará un camino que lo potencia.
Las cosas cuando fallan se parecen a nosotros, adquieren la condición humana. Los errores siempre vuelven a cometernos iguales.
En un mundo donde lo equivocado es pensar, el pensamiento es un deber. El error es creación.
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